La posición de la Iglesia Católica sobre el aborto (cont.)
A fines de la década de los años 60 del siglo pasado, la Iglesia Católica (IC) navega nuevamente a contracorriente de la modernidad con la publicación de encíclicas como Populorum Progressio en 1967 y la Humanae Vitae un año después en el papado de Pablo VI, como reacción al movimiento que exige cambios en la cultura en general y en la sexualidad y la anticoncepción en particular, sobre todo a partir del estallido de protestas sociales conocido como «mayo del 68» que se inicia en París. Una verdadera revolución sexual se gesta en esos años, facilitada por el uso de anticonceptivos modernos (píldoras, diafragmas, dispositivos intrauterinos, etc.) que comenzaron a distribuirse y utilizarse masivamente. Muchos católicos, después del Segundo Concilio Vaticano celebrado en los años 1962-1965, esperaban una posición más liberal en lo que se refiere a la sexualidad, anticoncepción y aborto, con la posibilidad de actuar en razón a los dictámenes de sus conciencias.
Con la subsiguiente re afirmación del Vaticano de esta postura en contra de la anticoncepción artificial y el aborto, especialmente durante el reinado de Juan Pablo II, la Iglesia Católica lanza una ofensiva a nivel planetario, articulando sus postulados doctrinales en relación con la anticoncepción moderna, el aborto, la sexualidad, la salud sexual y reproductiva, los derechos sexuales y reproductivos, la procreación, la nupcialidad y otros temas vinculados a la dinámica demográfica, estrategia que a su vez ha dado lugar a grandes cambios en la forma que los católicos responden a los dictámenes de la Iglesia.
El Papa Juan Pablo II viajó por el mundo entero con un mensaje que enfatizaba su oposición a la anticoncepción, al aborto, e incluso al uso del condón, cuya eficacia en la prevención del SIDA es universalmente reconocida. El Vaticano utiliza su posición como la única religión del mundo que ocupa un asiento oficial en las reuniones internacionales patrocinadas por las Naciones Unidas para impedir u oponerse a cualquier resolución que apoye políticas públicas favorables a la salud reproductiva o iniciativas que lleven a la despenalización del aborto.
La Iglesia Católica, hoy en día, condena al aborto sin excepción, ni para salvar la vida de la madre ni en casos de violación. Sólo acepta dos excepciones para salvar la vida de la madre -sobre la base de la doctrina del doble efecto-, ambas instancias definidas por el Jesuita Belga Arthur Vermeersch en el año 1924: a) cuando existe un embarazo ectópico o b) si hay evidencia de cáncer del útero. En ambos casos el feto no puede sobrevivir, y por lo tanto estos casos serían abortos indirectos, ya que no hay intención de eliminar una vida potencial o cometer un homicidio. De acuerdo con una distinción filosófico-moral muy antigua entre acción directa y acción indirecta, la IC condena con severidad los que llama abortos directos, o sea, producir la expulsión directa del feto o embrión. No obstante, acepta inducir un aborto indirecto para salvar la vida de la madre.
Esta posición de la IC se basa en el concepto de que el embrión o feto es un ser humano completo desde el momento de la fecundación, y que no existe absolutamente ninguna justificación moral para matar una vida inocente. Este concepto rechaza la noción de que existe un ser humano “potencial” y sostiene que, en cambio, siempre hay un ser humano “completo” desde el “instante” de la fecundación, mientras que el potencial de desarrollo se expresa durante el embarazo a lo largo de toda la vida. La doctrina oficial de la Iglesia Católica parte de un argumento taxativo que enmarca el problema moral en unos límites extremadamente estrechos, al considerar que “desde el momento mismo de la fecundación del óvulo por el espermatozoide, existe una nueva persona humana, sujeta de todos sus inalienables derechos”.
A partir de esta cosmovisión del origen de la vida humana, como es ampliamente conocido, la interrupción de un embarazo se constituye en homicidio de acuerdo con la postura de la IC. La discusión gira en torno a la fundamentación incierta y compleja de este argumento, donde concurren distintas perspectivas científicas, como son la biológica, la genética, la fisiológica, la embriológica, así como la psicológica, la filosófica, la ética, la teológica y la jurídica.
La jerarquía de la Iglesia Católica ha sido uno de los actores más visibles, y de mayor fuerza y poder, en el debate en torno al aborto. Para el logro de sus fines, la Iglesia oficialista ha fomentado en varios países de la región de América Latina la creación de una red de organizaciones “laicas” que ha logrado posicionarse como una fuerza importante en el panorama político, lo que ha redundado en el apoyo que ha recibido, sea de manera implícita o explicita, de algunos de los gobiernos y figuras políticas de la región y de otras instancias fuera de ella. Su poder ha quedado claramente documentado en la medida en que la Iglesia ha logrado frenar y en algunos casos revertir iniciativas legislativas tendientes a la despenalización o legalización del aborto inducido.
La jerarquía de la Iglesia, junto con sus grupos ultra-conservadores, como el “Opus Dei” o “Provida”, que se autodefinen como asociaciones laicas, pero están claramente ligadas al pensamiento más atávico de la Iglesia, son los principales exponentes de la postura antiaborto. Provida ha sido uno de los actores más reconocidos, visibles y constantes en el debate sobre el aborto, de ahí que haya sido descrita como “la fuerza civil armada de la Iglesia Católica” por el fuerte apoyo que recibe de esta institución, además del que proviene de otros grupos conservadores. Su activismo y la defensa de sus argumentos se manifiesta en múltiples arenas; no sólo se ha limitado a los espacios gubernamentales de toma de decisiones sobre políticas relacionadas con la sexualidad y la reproducción, a las organizaciones de profesionales de la salud, a las conferencias internacionales, a intentar restringir los apoyos financieros para la acción e investigación, sino que también ha comprendido el acoso y actos violentos de que son objeto las clínicas de aborto en diversos países de la región.
La estratega de confrontación de la alta jerarquía eclesiástica se puso en evidencia en los años 90 durante las conferencias de Población y Desarrollo del Cairo en 1994 y la IV Conferencia Mundial sobre la Mujer, celebrada en 1995 de Beijing, donde la Santa Sede y sus aliados pelearon duramente contra el derecho de la mujer a optar por el aborto. Durante la CIPD, la Santa Sede se opuso al uso de la expresión “aborto en condiciones de riesgo” porque implicaba que el aborto pudiera ser seguro en otras circunstancias. En marzo de 1995, en el momento en que se llevaban a cabo las reuniones preparatorias para la Conferencia de Beijing, el Papa Juan Pablo II emitió una nueva declaración condenando el aborto como un “asesinato deliberado y directo”.
No obstante lo anterior, las evidencias resultantes de diversas encuestas levantadas en la región acerca de la opinión de los y las católicas sobre los temas de sexualidad, anticoncepción y aborto y, sobre todo, la elevada práctica del uso de métodos anticonceptivos modernos y la ocurrencia de abortos voluntarios, muestran claramente lo paradójico de la situación ante el incumplimiento de las normas católicas por parte de la gran mayoría de la población que profesa esta religión. Los católicos de todo el mundo parecen abortar tanto como los no católicos. En EEUU, los datos indican que los primeros tienen la misma tasa de aborto que las demás mujeres, pero superan a las protestantes. Además, las tasas de aborto no son las más bajas en países con población mayoritariamente católica.
El resultado del acentuado conservadurismo de la Iglesia, su falta de comprensión de problemas tan graves como la pandemia del SIDA, ha sido que muchos feligreses han buscado otras alternativas más socialmente y humanamente realistas en otras iglesias cristianas no católicas, especialmente una gran variedad de iglesias evangélicas. Se ha creado también una situación en la que muchos católicos se autodenominan creyentes, pero no practican el catolicismo que la Iglesia predica y requiere de sus fieles.
Si bien las manifestaciones más “exitosas” de la postura de la IC en el debate público han querido trasmitir la idea de unicidad de criterios respecto de la total criminalización de la práctica del aborto basada en el respeto a la vida desde la concepción del no nacido, ésta no constituye, ni ha constituido, la única manera de entender la cuestión del aborto desde una perspectiva cristiana, y aún católica. Diversos autores han manifestado que no hay de modo alguno acuerdo dentro de la Iglesia sobre la interpretación del aborto, aunque la perspectiva hegemónica en el tema es la de rechazo absoluto. La postura de la jerarquía de la IC es objeto de cuestionamientos dentro de la propia Iglesia, y una proporción de sus fieles la ignora.